Osman Patzi Sanjinés

Hay un desequilibrio normalizado cuando se relaciona a las mascotas más comunes; se suele decir que los perros adoptan la personalidad de sus amos y que los humanos intentan o llegan a convertirse en el reflejo de sus gatos, claro, tan sofisticados ellos. Esta supremacía, seguramente rebatible, está reforzada con el evidente apasionamiento que provocaron los felinos en escritores tan dispares como Cortázar, Capote o Hemingway y sospecho que el buen amigo y colega Alfredo Rodríguez Peña, sensible como es, ha caído irremediablemente en un embrujo gatuno o algo parecido.
Su picaresca y agudeza para percibir los devaneos de una sociedad como la nuestra se manifiestan con un estilo elegante, divertido y mordaz logrado a punta de práctica y enseñanza porque son incontables y exitosos sus talleres de redacción en todo el país, y dado que la mejor manera de aprender es enseñando y haciendo, así en gerundio. Alfredo afila las garras en las teclas con la naturalidad de los gatos para este ritual cotidiano y consigue cuentos de fácil lectura y difícil olvido.
En los Cuentos felinos II, encontramos un decálogo que combina magistralmente la sabiduría popular, el conocimiento de la idiosincrasia y la geografía nacional, con profundas reflexiones sobre la realidad y el acontecer doméstico vistos con esa mirada felina, capaz de descubrir hasta lo que se pretende disimular o esconder en la oscuridad de los gabinetes de los burócratas o detrás de las apariencias y el perfil inventado para las redes sociales.
Son diez cuentos matizados con una fina ironía, pero fundamentalmente son cuentos de amor. Amor a las nuevas generaciones, a las que dedica los mensajes en el desenlace. Historias que están magistralmente ilustradas por Aneliz Siles, su cómplice en el encanto que provocan las páginas bien diseñadas en el formato cuadrado al que ya nos acostumbró.
Los guiños salen audaces para quienes los puedan descifrar, como cuando señala: “Su naturaleza lo impulsaba por todos lados a conquistar alguna copa, aunque sea vegetal..” o cuando agrega “Claro, también se apostaron decenas de carritos de comida de todo tipo…”
Son recurrentes las referencias a la historia universal; “…un gran salto para la felinidad…” y la sensación de leer a un autor muy bien informado de la coyuntura boliviana, dada su condición del buen periodista que es en “…afro por elección…” y su gran conocimiento del folclore nacional y sus talentos al rendir sentido tributo al inmortal Nilo Soruco.
Lecciones para la sobrevivencia colocadas en el maullar de sabios gatos que recomiendan “Es importante que en la vida haya por lo menos dos salidas, la de emergencia y también la definitiva”, o que “Siempre hay algo por lo cual debemos ser agradecidos”.
Honesto como es, Alfredo Rodríguez también devela, por intermedio de los elegantes cuadrúpedos sus preferencias (o fundamentados aborrecimientos) musicales personales; “…el suplicio de escuchar componer a Rimando Rajona…”, actualizado con la selfie del felino mayor, rey de la selva amazónica que se achica, como testimonio de su anticipada extinción.
Reflexiones felinas como zarpazos para humanos entrados en años y atormentados, impulsándolos a “romper sus barreras mentales, hasta que alguien más le diga lo que él ya intuían”, o la infalible receta de «…la regla de las tres P: Perdonar, pensar bonito y proseguir…”. El autor persiste como “El más acaudalado Barón del queso…” y coloca sutilmente en las páginas finales, cual movimiento gatuno, un cuento enamorado desde la plazuela Calleja que espontáneamente uno termina cantando; “a vos que te maúllan y te cantan”… “Gata, cunumi e ingrata,/ te dejo todos mis sueños;/ me voy esta noche lejos,/ donde te pueda olvidar…” y tarará y tarará, a sabiendas de que esta obra, la séptima de Alfredo, es inolvidable y si las vidas de un gato son siete, es nomás una casualidad porque ya debe estar rondando en su cabeza la continuación de la saga.